El
hombre de la mesa número 3 comenzó a impacientarse. ¿Qué creía el camarero, que
disponía de todo el tiempo del mundo? Pues, que se enterase bien: NO. La pierna
derecha se le movía espasmódicamente y el sudor le inundaba las palmas de las
manos. Tenía que tranquilizarse si no quería que su corazón volviera a darle un
toque de atención como el del verano pasado, cuando su carísimo móvil se había
deslizado por el bolsillo de su pantalón hasta terminar en el fondo del váter.
Aquello sí que fue una verdadera cagada. Pero, ¿dónde se había metido el
camarero? ¿Acaso había ido a Colombia a buscar el café? Se juró a sí mismo que
no volvería a aquel bar, jamás. Se incorporó, cogió su chaqueta del respaldo de
la silla y, justo cuando dio el primer paso hacia la puerta, vio acercarse al
camarero con una cafetera y una taza que descansaban sobre una bandeja. El
hombre barajó sus opciones en milésimas de segundo y, al fin, decidió volver a
sentarse. A pesar de que –miró el reloj- habían transcurrido cuarenta y dos segundos
desde que le había pedido el café al camarero, le pareció conveniente no
reclamar y disfrutar tranquilamente del desayuno; pues afuera no paraba de
llover y, al fin y al cabo, él siempre se había caracterizado por tener una
paciencia infinita. Y esta vez no iba a ser una excepción.
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