lunes, 3 de junio de 2013

Desorientaciones

“… y eso sería más triste aún
estar jugando al ajedrez mientras me pierdo un día de tus
ojos llenos.”
(Óscar Aguado)

Dicen que el tío estaba tan desorientado que podía perderse al ponerse una camisa. Y lo cierto era que eso no tenía nada de especial: ¿cuántas veces había sacado la cabeza por una manga?, ¿cuántas una pierna por el cuello? Tristemente, no pocas. Era tal su desorganización que a veces se rascaba la nuca cuando le picaba un tobillo, o se echaba desodorante en las rodillas y champú en el cielo de la boca.
Sin embargo, pudo ser gracias a este tambaleo vital que la encontró a ella. O ella a él. O la una al otro y la otra al uno. O ninguno se encontró y ahora era cuando estaban encontrándose. Quién sabe. Lo cierto es que no sabían si pudo ser pura casualidad, como cuando viajas al fin del mundo y encuentras al vecino del tercero, o cualquier otra fuerza extraña que pudiera estar moviendo los hilos del Universo. Por supuesto, la intervención divina estaba descartada, pero ella, que era capaz de inventar sus propias teorías y sus propios superlativos, estaba convencida de que “todo ocurre por una razón”, y que, por tanto, si sus caminos se habían cruzado de esa manera, algo habría que hacer con todo aquello.
Siguiendo esta convicción, no dudó en escribirle una tarde y provocarle un alarido al corazón. Le sugería un plan nocturno tan habitual que él pudo leer lo extraordinario entre las líneas. Entonces algún extraño motor se apoderó de su cuerpo y no pudo parar de agitarse y parlotear durante las cuatro horas que faltaban para verse; podías encontrarle tendiendo la ropa y diciendo “Si ya sabía yo que esos abrazos no eran neutrales” o, momentos después, saltando en la cocina mientras cantaba a voz en grito I will survive!
Ya aquella noche, cuando se reunieron en la estación, él supo que no sólo tenía delante a la Ana que conocía, su compañera de prácticas, sino, además, a la Ana más seductora, la que sonríe y parece decir “bésame YA”, la que mira y te vuelca las palabras, la que te atrapa en la línea de sus manos, la que… horas después te abraza en su cama.
Desde entonces él también cree que todo ocurre por una razón: ¿cómo sino iban a encajar tan milimétricamente sus labios?, ¿de qué otra forma podía ser que su presencia le hiciera sentir que estaba en el único lugar válido posible?, ¿qué otra explicación cabría para entender una atracción tan bestial que le dejaba así de indefenso?
Son estos algunos motivos por los que nuestro chico ya no ahorra para comprarse una brújula: “al fin y al cabo, se dice, para qué quiero saber dónde está el norte si no están allí sus ojos llenos”.


sábado, 23 de marzo de 2013

Un poema de Bertolt Brecht


Mi hijo pequeño me pregunta: ¿Tengo que aprender matemáticas?
¿Para qué? quisiera contestarle. De que dos pedazos de pan son
más que uno
ya te darás cuenta.
Mi hijo pequeño me pregunta: ¿Tengo que aprender francés?
¿Para qué? quisiera contestarle. Esa nación se hunde.
Señálate la boca y la tripa con la mano,
que ya te entenderán.
Mi hijo pequeño me pregunta: ¿Tengo que aprender historia?
¿Para qué? quisiera contestarle. Aprende a esconder la cabeza en
 la tierra
 y acaso te salves.

¡Sí, aprende matemáticas, le digo,
                                                    aprende francés, aprende historia!

                                                   (Bertolt Brecht)