martes, 6 de diciembre de 2011

Verde Kiwi

No sé si la caja llevaba mucho tiempo ahí antes de que me percatase de su existencia. Diría que no. Al principio creí que era de alguien que andaba mudándose (de piso, no de piel), pero luego vi el folio blanco grapado en uno de sus laterales: "Reutilización de ropa. Recogida: lunes a las 11:30.
Cuando la mañana siguiente bajé cargado con un par de bolsas de plástico, por las que asomaba la hebilla de un cinturón y la capucha de una sudadera, quedé asombrado. Bolsas con ropa llenaban la caja por completo, incluso algunas no habían cabido y se apilaban alrededor. Vaya con los vecinos, pensé, qué derroche.
Ya el lunes por la tarde me extrañó que la caja siguiera aun allí y, además, tan rodeada de bolsas que alguien había abierto un camino como los que hacen las máquinas quitanieves allá por Alaska o Groenlandia. Pero no quise darle excesiva importancia al asunto y subí a mirar si tenía algo más en el armario de lo que poder desprenderme.
El jueves, regresando del banco (donde la directora me acababa de negar por cuarta vez aplazar los pagos de las deudas por la hipoteca), encontré a mi octogenaria vecina del tercero quitándose la falda y lanzándola a lo alto del montón, que ya superaba el metro de altura. Comencé a preocuparme.
Bueno, pues aquello debió marcar tendencia porque los habitantes del edificio no paraban de entrar y salir cargados con bolsas de ropa que ya no llevaban encima. Y la caja dejó de verse, sepultada bajo aquella monstruosidad que subía por encima de los buzones. Era para enloquecer. Y, lo peor: no lograba acostumbrarme a caminar sin zapatos.
Unos tres días después, cuando volví a casa ya no pude entrar. La ropa desbordaba el portal inundando parte de la acera y los bomberos intentaban salvar a mi buena vecina del tercero, que había quedado atrapada bajo la avalancha. Vi asomar su pelo gris y temí que fuese demasiado tarde.
A mi alrededor estaban algunos vecinos y vecinas que tampoco podían entrar. Y por las ventanas asomaban los que no podían salir. La escena era un puro drama: madres gritando a sus hijos que no se moviesen de allí, parejas mirándose y aguantando el llanto en silencio como cuando zarpa un barco en las películas. Y nadie iba completamente vestido, aquello parecía un catálogo de lencería. Cada vez entendía menos.
Comencé a comprender cuando vi a la directora del banco de la esquina ( el de "no le vamos a aplazar ningún pago") acercándose al montón de ropa. Agachándose a coger una chaqueta "verde kiwi", mi chaqueta "verde kiwi". Poniéndosela y girándose hacia mi. Y yo buscando las llaves de casa en los bolsillos de un pantalón que no llevaba, antes de que ella extendiese la mano.

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